
Me la llevé a la playa para honrar ese momento de soledad. Ella sólo miraba los cangrejitos que parecían decirle hola. Sus manitas pequeñas querían anillar las mías, como un símbolo de una perpetua amistad con todas las condiciones y sin ninguna. Después de un rato, las nubes la llamaron para mostrarle su circo geométrico.
Le dije, “Necesito hablar con alguien. Sé que quizás no entiendas la mitad te lo que te contaré pero necesito que me prestes tus oídos por 15 minutos y te los devuelvo, ¿sí?” Ella sonrió, asumiendo el puesto más importante que había tomado a su breve edad. Con la izquierda sobre su cabeza y la derecha sujetándole la cintura, la acerqué a mi corazón para que se pusiera a tono con él. Comencé… con extensas teorías de adultez y problemas irremediables. Sentía que al sujetarla, con ella cargaba el peso de todas mis desilusiones y fracasos.
“…porque Marianita, a veces la gente le gusta hacerle daño a uno. Y yo no soy mejor que nadie, pero hay personas que dicen cosas feas de mí y eso me duele mucho. Yo creo que soy buena, ¿verdad? Hay muchas cosas que no entiendo, quiero solucionarlo todo pero tengo tantas dudas. Me siento perdida y necesito ayuda. No sé a quién acudir”. Marianita sólo jugaba con mi cabello, con una sonrisa inquisitiva. “Por las noches me siento tan triste, no tengo amigos nena, siempre llamo por teléfono pero no consigo a nadie. Sabes, me siento sola cuando te vas a la escuela. Yo sé que estás bien y que eres muy buena con todos tus amiguitos. A veces no tengo ganas de hacer nada…”
Ese mar… dándole sonido de trasfondo a mi drama. A la vez pensaba en ese gran error de contarle a mi niña mis situaciones irónicas y sin sentido. Su mentecita tan sencilla y pura; realmente no era necesario exponerla a lo que en su tiempo tendrá que debatir ella sola. Pero ya las lágrimas me hacían carrera una contra otra, y no sentían vergüenza alguna para salir ante aquel regalito de la vida que era lo único que tenía. Meciéndola, sentía que su aureola me enternecía. Hay algo en los niños que nos hace olvidar la guerra y el espanto de la muerte. Marianita miraba sus sandalias; las movía como diciendo que sus pasos eran más grandes que la suela que llevaba. Nunca la había visto tan callada. ¿La ofendí con mis lágrimas? “Marianita, nada de esto es tu culpa, corazón. Tengo muchos problemitas, pero tú eres más grande que todos ellos. Sólo necesito más tiempo para pensar en soluciones. Ya verás que todo saldrá bien y luego comeremos helado y jugaremos con el perro. Hasta una novia le conseguiremos pa’ que no se sienta solito”. Pero ella no levantaba la vista. Ahora miraba su faldita de colores pasteles y la doblaba y desdoblaba imitando a las olas. No debí hacer esto, pensé. La mentalidad tan frágil de mi nena acaba de ser acosada, y ya que me sentía mal, ahora me siento peor. Uno por hacer las cosas bien y siempre sale dañándolas. Tengo que compensar esta molestia que le he provocado. ¿Por qué no pude quedarme en casa y encerrarme en el cuarto a recriminarme como siempre lo hago, y dejarla a ella tranquila con sus imágenes de mundo utópico sin estropear?
Con un cargo de conciencia del tamaño de mi angustia, terminé mi monólogo y contemplé el cielo en busca de alguna estrella diurna; algo que me maravillase en esta vida desmaravillada. El silencio me ahogó y por más que quise mirar a Marianita, tuve que evadirla para no descargar mis pensamientos sobre su gentileza. Vi aves que medían el aire de diestra a siniestra. También algunos barcos que parecían adueñarse del horizonte. Y con un último suspiro, recosté mi cabeza sobre la suya.
Cuando me levantaba para regresar al mundo real, Marianita me echó los brazos sobre los hombros y me dijo “Mamá, tú necesitas jugar más con tu sombra”.