
Ahí va… exponiéndose, deslizándose desde el punto impermisible de nuestro control, de nuestra visión ampliada. Se vincula sin discriminación, o quizás con ella, pero no es compatible con la de nosotros. No sabemos, siempre hay algo que no sabemos de ellos. Porque son los otros, seres que inmediatamente desposeemos de nuestro cerco inmediato y ubicamos bajo otras características existenciales. Ajenos a nosotros, son dueños de lo que no precisamos conquistar a ojo visor o sentido sensato, pero ellos sí lo ambicionan. Ellos y nosotros no somos iguales.
Sin embargo, para hacer un símbolo de igualdad, se requieren de dos líneas paralelas una sobre la otra. ¿Cuál es la de ellos, cuál la de nosotros? Quién sabe. No estamos, entonces, tan alejados de ellos como parece, o como quisiéramos. Los otros son nuestros homólogos, al menos en algún nivel tabuísitco. Están tan cerca, toman la forma de nuestra sombra y se nos sientan al lado precisamente cuando nos obligamos a mirar la luz cegadora de la individualidad. Estarán eternamente destinados a ser irreconocibles en lo reconocible, la voz que llegó a ti pero que no es tuya, pero que no tiene porque ser tuya o de algo tuyo. Siempre habrán cosas que no admitiremos de nuestro ser; ahí entra en juego el otro.
¿Quién es el otro, sino un reflejo de nosotros mismos? Es una de nuestras personas, porque tampoco somos una sola. La diferencia que le vemos es sólo aquello que enajenamos de nosotros. Lo que escondemos, cubrimos por falta de cabida en nuestra existencia. Ese bagaje se lo echamos sobre los hombros al otro, al desconocido, extraño, extranjero foráneo; pedazo de nosotros que nos negamos a bautizar y auxiliar bajo nuestro razonamiento. ¿Cómo explicar el constante romance que tenemos con él? Nos fascina el otro, aquel que nunca se ajustará aquí, ese que nos obliga a trazar líneas, que en su mayoría serán transgredidas y manoseadas por la obsesión sensual; ese nos magnetiza. Interesante como sólo las palabras son las que definen los confines entre nos.
Si esto no fuera cierto, ¿por qué nos afecta la muerte de alguien si no es la nuestra? Simple: el fenecido se llevó algo nuestro irrecuperable. O por ejemplo, ¿por qué decirle eres “mío” o “mía” a una pareja si no tiene un certificado de pertenencia? Fácil es explicar que hallamos algo nuestro en el otro, o comenzamos a admitir algo nuestro que poza sobre él. Enamorarse no es más que reclamar lo propio en otra persona, y nutrirlo sin arrancarlo del otro; porque en fin no sería lo mismo sin la matriz del extraño. Pronombres como “mi, nuestro” implican una porción de nuestro espíritu en otro ser. Por eso el dolor de la separación, las discusiones o las palabras denigrantes; es la muestra por excelencia del masoquismo individual. Consejo sabio ha sido el de “no tomar nada personal”, pues cada acción dirigida violentamente hacia nosotros, solo ha sido mal dirigida hacia el reflejo del otro o viceversa.
El extraño es la extensión desconocida de nuestra existencia, pero si lo llegáramos a conocer, dejaría de ser extraño. Y mientras seamos deshonestos con nosotros mismos, siempre habrán excluídos en nuestro mundo, en la historia y en el universo. ¿Por qué es que los académicos en estos días se han preocupado más acerca de quién escribe o reescribe la historia? Porque aparentemente es de humanos manifestar sólo aquello que podemos defender. El otro no es la amenaza; realmente lo es nuestra locura de enterrar las múltiples personas que viven en nuestro interior. Lo que el externo no puede hacer por nosotros es convencernos de que no somos enteramente lo que conocemos de nosotros. Ese es nuestro trabajo.
El otro es lo que no queremos admitir de nosotros. Sin embargo es imprescindible para la definición de nuestro ego y de la vida. Siempre queremos ser como él de alguna manera y eso no está mal cuando entendemos que todos llegamos aquí mediante la misma fuente de vida. Somos lo mismo al principio y al final, pero no en el intermedio. ¿Entienden por qué debemos amar a los demás como a nosotros mismos? Es por eso. Por lo mismo que el que nos odia, lo hace como consigo mismo, nos golpea como a sí mismo. Lo único fijo en esta existencia es una silla puesta entre nosotros y ellos, en el que todos los que sobrevivimos en este mundo de identidades nos sentaremos, sea al amanecer o el anochecer.